La edad de Cristo

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-“¿Edad?”- me pregunta la enfermera.

-“Veinti…Treinta y tres.”- respondo yo, dubitativa, como siempre que me hacen esa pregunta.

Me quedé estancada en los veintiocho, que es lo primero que se me viene a la mente, y mejor hubiera hecho en plantarme ahí. Desde entonces, sobre todo tras entrar en los treinta, todo el entorno que desde que era una niña me había resultado inmutable, sistemático, eterno, empezó a desvanecerse poco a poco, siguiendo el curso natural de un ciclo vital en el que para mí, la muerte era un hecho casi completamente desdeñable. Más o menos a esa edad, mi amigo Mazius inauguró lo que en los años venideros se convertiría en un rosario de muertes y desapariciones, más o menos trágicas e inesperadas, más o menos asumidas. Pero la de Mazius fue una bomba que me conmocionó profundamente y, en mayor o menor medida, fue causante de mi vuelta a España desde India, donde leí atónita ese puto, jodido mensaje que ni  esperaba ni hubiese querido leer jamás. Estando lejos, en un lugar en el que nadie había conocido a Mazius, a pesar de que dos meses antes me había asegurado que ese año sí, que ese año sí vendría a verme, sentí más que nunca que nos habían engañado, que la vida no valía nada y que ninguno éramos importantes, que si un tipo como mi amigo Mazius, tocapelotas profesional hasta para morirse, que estaba bien, al que le sobraba el pelo, que sólo tenía cinco años más que yo, podía morirse de un día para otro, sin señales, sin avisos, significaba que había sido una estúpida arrogante, implicaba que yo, hasta ese día de mierda, no había entendido lo que conllevaba crecer, crecer de verdad, sin vuelta atrás, como los niños de los cuentos de Ana María Matute: perdiendo esa maldita inocencia a la que la muerte arranca a zarpazos toda esperanza.

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Cuando estábamos en la facultad, hacíamos apuestas sobre quién moriría antes: si Boris Yeltsin, Gorbachov o el Papa Wojtila. Cuando vimos las imágenes de Boris, borracho como solo un presidente ruso puede estarlo, esquivando árboles con un cochecillo del que desbordaban sus rosadas carnes, las opciones parecían inclinarse por Boris pero, en cualquier caso, los dos resultaban eternos y ninguno palmó hasta años después de que termináramos la carrera. Hoy  Mijail Gorbachov parece erigirse en único superviviente, no sólo de este curioso trío, sino de toda una generación de pensadores, políticos e intelectuales que, en los años 80, sobrevolaron mi infancia y adolescencia. Tres personajes tan dispares como la Thatcher, José Luis Sampedro y Sara Montiel, murieron a principio de esta semana. Los adolescentes probablemente no sepan quién era ninguno de los tres. A lo mejor también da exactamente igual que no lo sepan. No lo sé. Y no me importa.

Ahí está la clave, ahí reside la única bondad de envejecer mentalmente: la perspectiva, el estoicismo, el “melasudatodo” que va transformando las situaciones de la vida en momentos repetidos, en réplicas diversas de alegrías y sinsabores a los que vamos enfrentándonos con más calma, aunque no siempre, y más cinismo, si nos dan las entrañas para ello.

Sin embargo hay dos cosas para las que la vejez no me ha preparado todavía: una es cuando uno de esos adolescentes, feliz en su total ignorancia, se acerca sonriente para preguntar: «Señora, ¿me daría un cigarro, por favor?». La sangre me hierve, el odio me atenaza y lo único que sale de mi boca es un gruñido gutural («Ngrrrrrrrrrrrroooooooooo») que pretendo que suene juvenil. Del otro asuntillo prefiero no hablar hoy porque, como ya he dicho, no estoy preparada. Lo quiera o no, todavía creo en el poder performativo del lenguaje, es decir, que soy supersticiosa, así que no voy a matar a nadie más hoy, que bastante hemos tenido esta semana…

4 pensamientos en “La edad de Cristo

  1. Querida Próspera
    Me ha parecido preciosa tu evocación de Mazius. Permanecer en el recuerdo es la trascendencia de lo humano y la evocación es el rito y la liturgia de esa trascendencia. ¡Enhorabuena!
    Deustamben

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