Cojón de ñu

Cada vez salgo menos. Y cuando lo hago por los que antes era mis barrios de culto, Malasaña, Chueca, vuelvo a casa de tal mala leche que mejor hubiera sido no salir de mi Tetuán de las Victorias. La razón de mi mala baba, que en ocasiones alcanza proporciones colosales, es que cada vez llevo peor la frivolidad. Soy incapaz de observar impertérrita cómo el mercado de San Antón, en Chueca, escupe y engulle a docenas y docenas de personas por sus puertas a todas horas, cualquier día de la semana, para comprar exquisiteces tales como hamburguesa de cojón de ñu o cecina de pellejo de burra vieja, a precios que dan risa y ganas de llorar a la vez.

Se me cae el alma a los pies de pensar que la Galería de Alimentación de mi barrio lleva años sobreviviendo a duras penas. La mitad de los puestos están cerrados a pesar de que los tenderos han hecho verdaderos esfuerzos por ajustar los precios y así poder competir con el Dia de la esquina y el Mercadona de la Plaza de la Remonta; sobres de salchichón y chorizo ibérico a un euro, oiga, a buen precio y sin dar ñu por kobe. La exclusividad no puede ser global, te pongas como te pongas. Pero la estupidez parece ser que sí. Los verdaderos mercados de barrio mueren por inanición mientras que experimentos tales como el Mercado de San Antón o La Cebada suceden en el trono a mis épocas grunges de bares de viejos y locales oscuros de conciertos imposibles. Acabo de pasar la edad de Cristo y la vejez acecha.

El domingo pasado, bajando por la calle Fuencarral observé con absoluto pavor como el único bar que seguía manteniéndose en el tramo desde Tribunal a Bilbao era el Café Comercial. Todos los demás, El Corripio con sus tinajas de vino dulce y de vino seco, con su baño de la trastienda, al que solo se podía acceder cruzando al otro lado de la barra, el guarrísimo Patatús, incluso el relativamente nuevo La Divina, han perecido en los últimos diez años. Sin embargo proliferan restaurantes macrobióticos, locales donde pides la comida como en el Mac Donalds, tras hacer cola y mirar lo que te quieres comer en un luminoso, no en un mostrador, las tiendas vintage donde antes las había de segunda mano, italianos posmodernos, garitos de tapas al peso, tiendas de complementos perrunos diseñados en Escandinavia para un público selecto… No creo que ninguno dure mucho. Quizás el Mac Donalds, por aquello de la necesidad de comerse un hamburguesote mugriento tras la juerguita hipster. Curiosamente, los pocos sitios que en Malasaña han ganado clientes son esos bares de viejo que antes eran mayoría: los señores de El Chamizo se están haciendo de oro (vive dios que se lo merecen: esos torreznos de segunda tapa han salvado inmumerables vidas) y el pobre Casto, de El Palentino, ya no tiene tiempo ni de fumar porque no hace más que poner copas. Solo el éxito de estos señores consigue congraciarme, ligeramente, con el género humano.

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Ya solo queda esperar a que nuestros gobernantes, espoleados por las nuevas generaciones y abrumados por las firmas recogidas en change.org, se den cuenta de que Bravo Murillo es, tal y como comentaba Bimba Bosé, lo más parecido que tenemos en España al Soho neoyorquino (se nota que no se ha paseado mucho por mi querido Guarro y Cutrillo esa señora) y me lo tuneen para sacarle partido. Así, cuando vuelva de mi más que probable próximo exilio y vaya a pedirle mi sobrecito de ibérico a mi carnicero de cabecera,este me ofrecerá paté de hígado de avestruz albina y yo tendré que escapar de nuevo de este maldito país al que, desde hace unos años, prefiero recordar en la distancia. Porque vivir en diferido es muy complicado.

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