Work in progress

A una semana de que empiece oficialmente el verano, ya han empezado las obras. En el rellano de mi casa hay dos, y una de ellas es en mi casa. Según uno sale del ascensor, toca esquivar sacos de arena apilados sobre el felpudo de «Benvinguts» y, bajo la cámara de seguridad de palo que se puso mi vecino madero para disuadir a los malhechores, se amontonan los sacos de escombros.

En estos momentos escribo rodeada de operarios: un fontanero y su ayudante, y un padre y un hijo albañiles de los de toda la vida. Esta mañana, además, se han apuntado a la fiesta el conserje y la clásica vecina tocapelotas de manual. Cuando he oído el timbre histérico de la puerta me he puesto a contar obreros (todos en mi ángulo de visión en ese momento) y he comprobado que no faltaba ninguno. A pesar de ello, y dado el tono imperioso de la llamada, me he dirigido a la puerta y, según la he abierto, una señora completamente fuera de sus casillas se ha abalanzado hasta la cocina, a dos metros de la puerta, no os creáis, haciendo caso omiso de los gestos del portero que pugnaba, haciendo inútiles gestos, por hacer las presentaciones pertinentes y plantear el problema con rigor.

FullSizeRender (1)El caso es que para asombro de los allí presentes, la señora ha empezado a farfullar sin mucho tino cosas como las siguientes: «Vamos a ver… Yo quiero, NECESITO ver lo que están haciendo aquí. Soy la vecina. La de al lado. El bloque de detrás…Se me ha caído… Vengo porque por los golpes se me ha caído… ¡A ver qué están haciendo!»

En realidad, el asombro era sólo mío, aquí cada cual seguía a sus cosas, que si las rozas, que si enfundo la tubería, que si me pongo con el pegamento… Entretanto la señora de pelo casquete y plateado, con una mochila como de niño de preescolar (por el tamaño y el estampado) balanceándose en función de sus manoteos, continuaba con su incomprensible perorata y yo ya veía que la reforma del baño de mi casa acababa de provocar el derrumbe del salón de esa mujer tan desquiciada: «Tengo que ver lo que están haciendo ¡A ver!» Abriéndose paso entre los sacos de tierra y los azulejos, la señora pierde fuelle, definitivamente, al ver que los operarios, sumidos en el bote sifónico, ni se inmutan con sus alaridos. Una vez conseguido su objetivo de «ver» lo que se estaba haciendo (no sé si esperaba encontrar un burdel, un baño turco o a la mafia albano-kosovar aquí reunida), confiesa por fin el motivo de su visita: «A ver, es que con los golpes se me han caído los esmaltes de la estantería y es que, es que…No puede ser» ¡Acabáramos! El del bote sifónico levanta una ceja pero no cambia su postura un ápice y mientras oigo un relincho que ni sé de dónde viene, yo me atrevo a decirle: «Pues cambie los esmaltes de sitio». Por un momento el silencio. Y luego: «Ahora no puede ser, yo es que me voy ahora, ¿sabe usted?, que me tengo que ir…hala, adiós». El portero se toca el ala de la gorra con cara circunspecta y se retiran los dos al ascensor. La puerta se cierra y aquí nos quedamos, sumidos en una nube de polvo con efluvios de pegamento industrial, unos pobres desgraciados empeñados en reformar el porvenir. A pesar del ruido de fondo. «¿Le pongo una «fenefita» a los azulejos para darle amplitud, oiga?» Lo que sea menester, oiga usted…

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